En el panteón mundial consagrado a aquellos que con más empeño lucharon por la justicia social y que más solidaridad derrocharon en favor de los oprimidos de la Tierra, Fidel Castro – le guste o no a sus detractores – tiene un lugar principal reservado.
Lo conocí en 1975 y conversé con él en múltiples ocasiones, pero, durante mucho tiempo, en circunstancias siempre muy profesionales y muy precisas, con ocasión de reportajes en la isla o mi participación en algún congreso, algún seminario o algún evento.
Luego nuestra relación se fue estrechando. A veces me invitaba a cenar en la intimidad de su despacho del palacio de la Revolución y charlábamos durante horas sobre la marcha del mundo. Otras veces me confiaba “misiones” discretas como ir a encontrarme con algún dirigente de izquierda latinoamericano sobre el que tenía sus dudas, para que yo le diera mi opinión personal. Él fue el primero que me habló muy bien de Hugo Chávez (quien era entonces “sospechoso” para gran parte de la izquierda mundial porque se le acusaba de haber dirigido, el 4 de febrero de 1992, un intento de golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, presidente social-demócrata de Venezuela y líder de la Internacional Socialista). Fidel me aconsejó de ir a verlo, de conocerlo y de ayudarlo.